Lobos de Grímnir 2: El Bosque de las Luciérnagas - Capítulo 1

28.02.2022

 ―Si puedes ocuparte de los pequeños, el grande es mío.

Drakyo, con hacha y espada corta aprestadas, lanzó una mirada de reojo a su compañera, quien se encontraba tras él y ligeramente a su izquierda, ballesta pesada en mano y con la capa verde ondeando en su espalda. La chica, una joven mestiza de humano y álfar, esbozó una traviesa sonrisa y se apartó de los ojos un mechón de cabello castaño.

―Así que me toca a mí encargarme de los pequeños, ¿eh? ¿Eso no es un poco machista por tu parte?

―¿Quieres que te deje el grande? ―inquirió su compañero mientras se encogía de hombros―. Porque a mí me da igual.

Aylein tensó el mecanismo de la ballesta hasta que escuchó un chasquido, señal de que el arma ya estaba preparada para disparar, y alzó la mirada hacia las criaturas a las que se enfrentaban. Aquel al que Drakyo se había referido como "el grande" era un golem de cadáveres, cuyo grotesco y enorme corpachón estaba hecho con incontables restos humanos, con cuerpos fusionados en un amasijo de pesadilla que daba forma a la repulsiva criatura mientras docenas de rostros, todos constreñidos en muecas de horror y de trágica desesperación, entonaban lúgubres lamentos, sollozos y plañidos, lo que otorgaba un aire aún más tétrico al siniestro constructo. En torno a semejante criatura, la chica distinguió también a los que el dvergar había señalado como "los pequeños", una marea de muertos vivientes que se tambaleaban hacia los dos Lobos de Grímnir con andares torpes y lentos. La mestiza apuntó a uno de ellos y disparó; el virote atravesó el cráneo de su objetivo y este se derrumbó al suelo, de nuevo sin vida. Aylein lanzó una mirada a su compañero, el bajito pero fornido dvergar de corta barba y firme cresta, ambos del color de la luna.

―No, creo que prefiero a los pequeños ―respondió al fin―. Pero podría con el grande.

―Claro que sí.

Drakyo lanzó su hacha hacia el macabro golem y el arma se hundió en uno de los rostros gimoteantes que salpicaban el cuerpo del monstruo. Este no pareció acusar el golpe, pero eso no le impidió clavar una mirada de pura ira en el dvergar para, acto seguido, lanzar a la noche un rugido de desafío capaz de amedrentar a la mayoría de los mortales. Drakyo, sin embargo, ya corría hacia él con otra hacha en la mano.

―¡Sí que podría con él! ―exclamó Aylein al mismo tiempo que derribaba de un disparo a uno de los muertos vivientes más próximos a su compañero.

Este rió entre dientes, pero no dijo nada, pues estaba demasiado ocupado. Blandió su acero, una espada corta de un solo filo, para segar con ella las piernas de uno de los muertos vivientes, y, a continuación, arrojó el hacha hacia el golem, pero en esta ocasión falló por apenas un palmo de distancia.

―Por las pelotas de Grímnir ―farfulló entre dientes el cazador de monstruos mientras se golpeaba la sien con los nudillos―. Céntrate, idiota.

Empuñó la tercera y última hacha que portaba al cinto y lanzó un fuerte silbido. Como respuesta, el muerto viviente que se encontraba más próximo a él recibió un virote en una pierna, lo que hizo que, incapaz de sostenerse, cayese de rodillas al suelo. Drakyo, sin detener un ápice su carrera, saltó, apoyó el pie en la cabeza de la criatura y tomó impulso para saltar de nuevo, en esta ocasión hacia el horrendo golem de cadáveres. La criatura observó con expresión estúpida al dvergar quese elevaba, hasta que este, cuando alcanzó su misma altura, descargó sobre la testa del deformado monstruo hacha y espada, lo que dejó sendas armas incrustadas en su podrido cráneo. Drakyo se sujetó con firmeza a sus empuñaduras para no caer, afianzó los pies sobre el pecho del golem y, al tiempo que lanzaba un grito de furia, arrancó las armas de la cabeza, destrozando esta en el proceso. Ambos, cazador y víctima, cayeron al suelo en un revoltijo de cuerpos mientras los muertos vivientes se acercaban a ellos, ansiosos por alimentarse de la carne y de la sangre del vivo.

Sin embargo, Aylein no estaba ociosa. Numerosos enemigos yacían abatidos por virotes de ballesta, y, al ver que Drakyo corría peligro, la chica rebuscó entre sus proyectiles hasta que, con una sonrisa triunfal, extrajo uno que lucía dos pequeños viales de cerámica en lugar de la habitual punta triangular; un pequeño invento que había hecho con ayuda del dvergar. Sin perder un solo instante comenzó a cargar con él la ballesta.

―¡Aylein!

El grito de su compañero le dio alas. Alzó el arma ya preparada y, sin apenas detenerse a apuntar, apretó el gatillo. Su puntería, por suerte, era excelente.

―¡Virote especial! ―exclamó mientras este surcaba el aire.

El proyectil explotó en una bola de fuego al impactar contra el objetivo, el muerto viviente más cercano al dvergar. La chica se protegió de la deflagración con la capa y, cuando esta cesó, corrió hacia el lugar. Allí, rodeado por cadáveres ennegrecidos y atrapado bajo los restos del golem, se encontraba Drakyo, con el cuerpo convertido en piedra. Ante la divertida mirada de Aylein, su mágica y pétrea piel comenzó a deshacerse como si de arena se tratase, y dejó de nuevo paso a la carne.

―Creo que la próxima vez te encargas tú del grande ―refunfuñó su compañero―. Anda, ayúdame a salir de aquí.

Con una risita la chica le tendió su pequeña y delicada mano, que quedó envuelta de inmediato por la del dvergar, grande y pesada.

»Necesito una cerveza ―añadió Drakyo.

JOAQUÍN SANJUÁN

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